Mañana es su cumpleaños. Son ya 22 años los que mi hijo Juan Luis va a hacer mañana. Atrás se quedan un montón de vivencias irrepetibles, imposibles de olvidar en su esencia. Su nacimiento, duro y difícil, pero lleno de alegría, supuso una satisfacción plena y una felicidad imposible de superar.
Su primeros meses, todo gozo y disfrute, era "el no va más". Todo era precioso. Lloraba mucho y se cogía muchas infecciones y gastroenteritis, pero por lo demás genial. Aprendía todo lo que le enseñabas, nada podía premonizar la hecatombe que vendría después.
Sobre los 20 meses y a punto de nacer su hermano, se volvió ensimismado, con gesto triste, y restringiendo sus juegos. Dormía muy mal y se despertaba angustiado y aterrorizado. Este comportamiento se extendió durante todo el verano. Nosotros preocupados acudimos al médico pero este decía que solo era una reacción de celos hacía su hermano. Seguimos consultando a otros pediatras pero todos coincidían: "eran celos".
El niño iba cada vez peor, nosotros seguíamos nuestro peregrinar por especialistas, sometiéndole a cuantas pruebas nos mandaban, pero todo parecía estar bien, menos él.
Por fín después de cumplir los tres años apareció el diagnóstico como una losa pesada cayendo sobre nuestros cuerpos. Tenía "autismo secundario".
Nosotros no sabíamos muy bien que significaba ese diagnóstico, pero sospechabamos que era algo grave, difícil y enigmático. Lo único que en esos momentos nos reconfortó es que al llevarle el resultado a la pediatra, nos dijo que si era secundario se quitaría, porque todo lo que llevaba esa etiqueta se podía vencer y curar.
Desde ese momento nos hemos dedicado en cuerpo y alma para que aquel comentario se hiciese realidad. No importa ahora cuando dejé de creer en que eso era posible, seguro que no fue una revelación clara y puntual, sino que fue algo que el tiempo te desvelaba día tras día. Pero este descubrimiento fue tan sutil que aún sabiendo que no se curaría, hemos seguido sin desfallecer procurando que su entorno fuera lo mas claro y evidente para él, proporcionandole todo lo que estaba en nuestra mano para que tenga una vida significativa y feliz.
Sobre los 20 meses y a punto de nacer su hermano, se volvió ensimismado, con gesto triste, y restringiendo sus juegos. Dormía muy mal y se despertaba angustiado y aterrorizado. Este comportamiento se extendió durante todo el verano. Nosotros preocupados acudimos al médico pero este decía que solo era una reacción de celos hacía su hermano. Seguimos consultando a otros pediatras pero todos coincidían: "eran celos".
El niño iba cada vez peor, nosotros seguíamos nuestro peregrinar por especialistas, sometiéndole a cuantas pruebas nos mandaban, pero todo parecía estar bien, menos él.
Por fín después de cumplir los tres años apareció el diagnóstico como una losa pesada cayendo sobre nuestros cuerpos. Tenía "autismo secundario".
Nosotros no sabíamos muy bien que significaba ese diagnóstico, pero sospechabamos que era algo grave, difícil y enigmático. Lo único que en esos momentos nos reconfortó es que al llevarle el resultado a la pediatra, nos dijo que si era secundario se quitaría, porque todo lo que llevaba esa etiqueta se podía vencer y curar.
Desde ese momento nos hemos dedicado en cuerpo y alma para que aquel comentario se hiciese realidad. No importa ahora cuando dejé de creer en que eso era posible, seguro que no fue una revelación clara y puntual, sino que fue algo que el tiempo te desvelaba día tras día. Pero este descubrimiento fue tan sutil que aún sabiendo que no se curaría, hemos seguido sin desfallecer procurando que su entorno fuera lo mas claro y evidente para él, proporcionandole todo lo que estaba en nuestra mano para que tenga una vida significativa y feliz.
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